La sangre nos hace parientes pero la lealtad nos convierte en familia
Llegamos a este mundo como caídos de una chimenea. Al instante, nos vemos unidos a una serie de personas con los que compartimos su sangre, sus genes. Una familia que nos hará encajar en sus mundos particulares, en sus modelos educativos, que intentarán inculcarnos sus valores, más o menos acertados…
Todo el mundo tiene una familia. Tener una es algo fácil: todos tenemos un origen y unas raíces. No obstante, mantener una familia y saber cómo construirla, alimentando el vínculo día a día para conseguir que esté unida, es más complicado.
Todos disponemos de madres, padres, hermanos, tíos… En ocasiones grandes núcleos parentales con miembros que, posiblemente, hayamos dejado de ver y tratar. ¿Hemos de sentirnos culpables por ello?
La verdad es que en ocasiones sentimos casi una obligación “moral” por llevarnos bien con ese primo con quien tan pocos intereses compartimos, y que tantos desprecios nos ha hecho a lo largo de nuestra vida. Puede que nos una la sangre, pero la vida no nos encaja con ninguna pieza, así que el alejarnos o mantener un trato justo y puntual no debe suponernos ningún trauma.
Ahora bien ¿qué ocurre cuando hablamos ya de esa familia más cercana? ¿De nuestros padres o hermanos?…
El vínculo va más allá de la sangre
En ocasiones se tiende a pensar que ser familia supone compartir algo más que la sangre o un mismo árbol genealógico. Hay quien casi de modo inconsciente, cree que un hijo debe tener los mismos valores que los padres, compartir una misma ideología y tener un patrón de conducta semejante.
Hay padres y madres que se sorprenden de lo diferentes que son los hermanos entre sí… ¿Cómo puede ser si son todos hijos de un mismo vientre? Es como si dentro del núcleo familiar tuviera que existir una armonía explícita, ahí donde no hayan excesivas diferencias, donde nadie deba salirse del “patrón” y todo esté controlado y en orden.
Ahora bien, algo que debemos tener claro es que nuestra personalidad no se trasmite genéticamente al 100%, se pueden heredar algunos rasgos, y sin duda, el vivir en un entorno compartido nos hará compartir una serie de dimensiones. Pero los hijos no son moldes de los padres, ni éstos van a conseguir nunca que los niños sean como ansían sus expectativas.
La personalidad es dinámica, se construye día a día y no atiende a las barreras que en ocasiones, intenten alzar los padres o las madres. De ahí en ocasiones que aparezcan las habituales desilusiones, los encontronazos, las desavenencias….
Para crear un vínculo fuerte y seguro a nivel familiar, deben respetarse las diferencias, promover la independencia a la vez que la seguridad. Hay que respetar la esencia de cada persona en su maravillosa individualidad, sin poner alambradas, sin sancionar cada palabra y cada comportamiento…
Claves de las familias que viven con armonía
En ocasiones, muchos padres ven cómo sus hijos se alejan del hogar familiar sin establecer más contacto. Hay hermanos que dejan de hablarse entre sí y familias que ven cuántas sillas vacías yacen en silencio en el salón del hogar.
¿A qué se debe? Está claro que cada familia es un mundo, un micromundo con sus pautas, sus creencias y a su vez, con esas persianas bajadas donde solo ellas mismas saben lo que ha sucedido en el pasado, y cómo se vive el presente. No obstante, podemos hablar eso sí de unos ejes básicos que deben hacernos reflexionar.
La educación tiene como finalidad dar al mundo personas seguras de sí mismas, capaces e independientes para que puedan alcanzar su felicidad, y a su vez sepan ofrecerla a los demás. ¿Cómo se consigue esto? Ofreciendo un amor sincero que no impone y que no controla. Un cariño que no sanciona por como uno sea, piense o actúe.
No debemos responsabilizar siempre a los demás de lo que nos ocurre. No hay que culpar a esa madre o a ese padre de que hoy en día, aún me sienta insegura e incapaz de hacer determinadas cosas. O a ese hermano que tal vez, siempre fue mejor atendido o cuidado que nosotros.
Está claro que a la hora de educar siempre se cometen errores. Pero nosotros, también debemos tomar el control de nuestra vida, y saber reaccionar, y tener voz, y saber decir no, y pensar que somos capaces de emprender con seguridad y madurez nuevos proyectos, nuevos sueños sin ser esclavos de los recuerdos familiares del ayer.
Ser familia NO supone compartir siempre las mismas opiniones y los mismos puntos de vista. Y no por ello hemos de juzgar, sancionar y aún menos despreciar. Comportamientos como estos crean distancias y hacen que en el día a día, encontremos mayor lealtad en los amigos que en la familia.
En ocasiones, tenemos la “obligación moral” de tener que seguir manteniendo contacto con esos familiares que nos hacen daño, que nos incomodan, que nos sancionan.
Son familia, no cabe duda, pero debemos tener en cuenta que lo que de verdad importa en esta vida es ser feliz y tener un equilibrio interno. Una paz interior. Si ese o esos familiares vulneran nuestros derechos, deberemos poner distancia.
La mayor virtud de una familia es aceptarse unos y otros tal y como son, en armonía, con cariño y con respeto
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