La flor más hermosa de todas es la honestidad
Las personas honestas son francas, son genuinas y
disfrutan de esa felicidad que da la coherencia entre los pensamientos y las
acciones. En ellas no hay nada impostado, solo una claridad de mente y de
corazón donde la verdad siempre lleva las riendas, y donde la humildad es el
viento que guía y empuja las velas de su conciencia.
Quien elige vivir en este escenario de autenticidad
emocional y psicológica sabe que va a tener que pagar un precio. El primer
recargo es evidente: la honestidad siempre es franca y dicha franqueza trae más
de un efecto colateral en quienes no están habituados a una lengua sin pelos y
a un corazón que detesta la mentira.
El segundo recargo, y quizá el menos conocido, es el que
hace referencia a nuestro mundo interior. Ser honestos requiere autoexplorarnos
a nosotros mismos para comprender nuestras limitaciones y tomar contacto con
ese rincón privado donde se esconde nuestra vulnerabilidad. Todos tenemos
defectos, agujeros negros y áreas hipersensibles. La persona honesta es muy
consciente de ello.
Por otro lado, no podemos olvidar que esta dimensión
psicológica es también un valor social importante. Más allá de verlo como una
herramienta imprescindible a la vez que valiosa para nuestro crecimiento
personal, es también un motor capaz de dinamizar nuestro bienestar como
individuos dentro de un contexto social.
Todos merecemos un sueldo honesto, un trabajo basado en
la honestidad e incluso una clase política arraigada en el mismo principio.
Así, y en vista de que los grandes cambios acontecen por las pequeñas
sacudidas, pongamos nosotros mismos en marcha este valor desde nuestros universos
personales. Merece la pena.
Las personas honestas son “psiconautas”
Los astronautas, como ya sabemos, exploran los confines
del espacio, son descubridores de otros mundos y curiosos empedernidos por todo
aquello que se abre más allá de nuestro pequeño y precioso planeta azul. Bien,
en el lado opuesto, estarían los psiconautas. Son personas que profundizan con
valentía y elegante habilidad esos tramos interiores, íntimos y a la vez
complejos como son sus universos emocionales y sus constelaciones psicológicas.
Las personas honestas son más felices porque han
higienizado muchos de esos abismos personales donde antes reinaba la indecisión
y ese miedo voraz que les hacía cautivos de las medias verdades o las mentiras
completas. Son perfiles que han aprendido también a ser críticos consigo
mismos, que toleran sus defectos sin autocastigarse, que escuchan a ese
comandante interno que les empuja a ser un poco mejores cada día y en cada
momento.
Nadie puede ser honesto con el vecino si primero no lo es
consigo mismo. Ninguno de nosotros podemos echar en cara la paja en el ojo
ajeno si primero no barremos nuestros propios hogares. Todo ello explica por
qué tal y como nos revelan varios estudios, las personas que practican la
honestidad disfrutan de una mejor salud y de un sentimiento de felicidad y
bienestar más auténtico. La clave, sin duda, está en ese ejercicio de
autoconocimiento.
Ser honestos con nosotros mismos implica muchas veces ser
como ese guerrero espiritual que nos revela cómo nos encontramos en nuestro
momento presente. Nos devela nuestras impotencias y nuestras áreas
desprotegidas, nuestras oscuridades, pero a su vez nos guía para sanarnos y
permitir así que tengamos una visión más completa y fuerte de nosotros mismos.
Así, seguiremos caminando con la verdad por delante, pero también con la
humildad.
La historia de la flor de la honestidad
En el libro “Historias de Luz y Sabiduría” de Pedro
Alonso, se recoge un pequeño relato de singular belleza que nos deja una
enseñanza maravillosa al respecto de la honestidad.
La historia hunde sus raíces en la China antigua, allá
por el año 250 a.C. Nuestro protagonista es un joven príncipe de la región del
norte, que para alzarse como emperador debe contraer matrimonio. Así lo marcaba
la ley, y para hallar entre todas las mujeres casaderas la que debía ser la
mejor para él, ideó una pequeña prueba de gran astucia.
“Ningún legado es tan rico como el de la honestidad”
-William Shakespeare-
La corte celebró un día en que todas aquellas muchachas
que desearan contraer matrimonio con el príncipe debían presentarse en el patio
del palacio. Entre todas ellas, había una que amaba secretamente al aspirante a
emperador. Sin embargo, era consciente de que no tenía gracia, ni riqueza ni
aún menos belleza. Su madre intentó quitarle de la cabeza tal ensueño, pero
puesto que su corazón era resuelto y su actitud valiente, no dudó en
presentarse el día acordado.
Una vez estuvieron todas las jóvenes en el patio del
palacio, el príncipe les fue depositando una semilla en la palma de las manos
de cada una de ellas. Les dijo que las volvería a citar en 6 meses. Aquella que
le trajera la flor más hermosa, se convertiría en su esposa.
Nuestra joven protagonista volvió contenta a su casa.
Ella era una gran jardinera, todo lo que tocaban sus manos florecía de forma
espectacular. Sin embargo, a medida que pasaban las semanas y los meses, nada
brotaba de la tierra. Su madre volvió una vez más a recomendarle que se
olvidara del príncipe, sin embargo, ella, se dijo a sí misma que aún acudiendo
con las manos vacías y sin flor se presentaría de nuevo a la cita… Aunque fuera
solo por ver una vez más al hombre al que amaba.
Cuando pasaron los 6 meses y las jóvenes se reunieron en
el palacio, todas ellas llevaban en las manos flores bellísimas, perfectas y
espectaculares. ¿Cómo lo habían hecho? La joven lloraba en silencio mientras
miraba al príncipe atendiendo y valorando cada una de aquellas flores. Hasta
que de pronto, llego a esta ella y la cogió delicadamente de la mano.
“Me casaré con esta mujer” -dijo en voz ata, feliz-. La
joven no tenía palabras, y cuando el resto de muchachas le preguntaron por qué,
él fue firme en sus palabras. “Todas las semillas que os ofrecí eran estériles.
Solo esta joven me ha traído la flor más bella: la de la HONESTIDAD”.
Para concluir, tal y como nos ha dejado ver esta bella
historia, ser honesto, en realidad, responde a un acto de integridad, de
valentía y de madurez personal. Virtudes todas ellas que debemos hacer germinar
con dedicación en nuestro día a día.
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